La Semilla de la Ciudad de las Esculturas

La Semilla de la Ciudad de las Esculturas

La llegada de los hermanos Boglietti a Resistencia, es el preludio de una experiencia original: la de una ciudad convertida en un museo escultórico al aire libre.

 

¿Se habrán imaginado estos rosarinos que a ocho décadas de su siembra habrían más de 700 esculturas en el espacio público, y con un vigoroso empuje para seguir creciendo la cifra?

Tal vez, porque fueron visionarios, adelantados. Y en esas noches de charla en el Fogón de los Arrieros entre lentos tragos del áspero whisky, Aldo Boglietti, su hermano y cofrades masticaban la idea de embellecer la ciudad con jardines y esculturas en el espacio público.

¿Por qué no prosperó la idea de una Resistencia “enjardinada” ?, tema de reflexión que nos lleva a pensar por qué ésta no es La ciudad de las Lagunas, que según Carlos Primo Piacentini sumaban 70 cuando llegan los inmigrantes a San Fernando y ya tan sólo eran 29 en la contemporaneidad del historiador.

Pero la vocación de diseminar esculturas y murales fue un hecho tan robustecido que hoy lleva por epíteto: Capital de las esculturas.

Era atrevido avisorar una “ciudad bella” en esa Resistencia ya entrada al siglo XX, polvorienta y calurosa, chata y pueblerina capital de un Territorio Nacional del Chaco, pero con condiciones pródigas y estratégicas; en el transcurso de una migración intelectual, artística, profesional, académica, emprendedora y aventurera que desembarcaba. Entre ellos, Aldo y Efraín.

La Semilla de la Ciudad de las Esculturas

Aldo nació en Rosario, el 20 de agosto de 1908 y a los 29 años llegó a Resistencia. Su inclinación por la cultura lo acercó a la Peña de los Bagres, esa mesa en el bodegón Chanta 4 que era convite hospitalario para hablar de arte, ciencia y asuntos mundanos; y se lo encuentra más tarde en el Ateneo del Chaco, entidad no estatal que fomentó por más de 20 años “todas las altas manifestaciones del espíritu”.

Con el amigo Juan de Dios Mena, su hermano Efraín y otros cercanos y semejantes, abrió en Brown 188 “El Fogón de los Arrieros”. Era su casa, de puertas abiertas recibiendo a artistas y bohemios, que impuso la tertulia de los martes con café gratis, que fue la cita obligada a la salida de conferencia, exposición o recital organizada por el Ateneo para compartir un ambiente conversador, fraterno y nutritivo, de conciencia y creación. Por eso fue también taller de artistas y el arte se fue apoderando de la casa, que quedó chica.

Es entonces que Aldo le confío al arquitecto Humberto Mascheroni la construcción de un nuevo fogón, en Brown 350. La edificación de pureza modernista lecorbusiana no perdió su esencia de fogón, sino que la perfeccionó, la expandió.

Sería ingrato olvidar –respecto a la construcción espiritual del lugar- a la compañera de Aldo, Hilda Torres Varela, de una tradicional familia resistenciana, doctora en Letras de la Universidad de la Sorbona a quien le fuera concedida la Orden de Caballero en las Letras y las Artes del Gobierno de Francia; perceptiva y sensible al arte, una alta intelectual. No podría ser otra mujer para nuestro dandy. No podría ser otra la musa para esta casa acumulativa de obra, pasaje incesante de gente interesante o famosa, verdaderas personalidades del mundo contemporáneo, artistas, pensadores, escritores consagrados. El fogón era recipiente de fiestas, celebraciones, muestras, charlas y hasta, incluso, sala funeraria.

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Siempre se impone una dificultad para definir qué es el Fogón: ¿museo, casa, espacio cultural? Es definitivamente un aleph donde conviven objetos curiosos, colecciones, libros y arte. “Usted puede visitarlo en el desorden que desee”, reza la invitación. El aparente desorden es más bien orden dinámico. En la apabullante acumulación hay personalidad: una armadura de samurai, cartas de Sartre, guantes de Carlos Monzón, colecciones de tazas, un botón del corpiño de Rita Hayworth, una casaca firmada por Diego Maradona, un colmillo de elefante, una hélice de un avión que voló Jean Mermoz, un cheque firmado por Carlos Gardel, un surtidor de YPF y hasta el cementerio propio denominado Colonia Salsipuedes. –por iniciar una numeración.

Una ráfaga del patrimonio del Fogón de los Arrieros puntualiza Hilda Torres Varela: “…mural de Urruchúa, Vanzo, Marchese y Monségur. Paredes, escaleras y puertas pintadas por Capristo, Jonquíéres, Grela, Gorrochategui, Vázquez, Líbero Badíi, Bonome, Arranz, Fernández Navarro o Brascó. Dentro y fuera, y hasta en las terrazas también transformadas en jardines, conviven Noemí Gerstein, Lucio Fontana, Pettoruti, Erzia, Páez Vilaró, Soldi, Severini, Castagnino, Uriarte, Gambartes, Pucciarelli Bigatti, Barragán, y muchos más”.

Y continúa con los ilustres visitantes dando un listado demoledor: “En este fogón recalaron, entre muchos más, José Luis Romero, Pettoruti, Córdova Iturburu, Nicolás Guillén, Petit de Murat, Carlos Ottolenghi, Haroldo Conti, Juan Antonio Solara, Jorge Romero Brest, Damián Bayón, Marta Lynch” (…) “Es el fogón que conocieron y en ocasiones hasta habitaron, entre otros, Paco Aguilar, Pablo Rojas Paz, Alfredo Varela, Luis Jiménez de Asúa, Stefan Erzia, León Felipe, Aquiles Badi, Arturo Barea, Rafael Alberti, Nicanor Zabaleta, Francisco Romero, José Babini, Andrés Segovia. Enrique Molina, Raúl González Tuñón, Witold Malcuzynski, Yehudi Menuhin, Marcel Marceau, Jorge Luis Borges, Lorenzo Domínguez, y olvido a muchos”.

Ése era el pasaje de gente del fogón por aquellos días. Un lujo para los resistencianos que pudieron absorber y compartir de aquellos espíritus bullentes.

En esa cotidianeidad preguntamos a Aldo ¿No es hora de simplemente disfrutar; no es acaso suficiente y satisfactorio lo logrado?

Sucede que el inquieto Aldo -y sus incondicionales-, comienza a madurar otro sueño: transformar la fisonomía de la ciudad, convertirla en un parque de jardines y obras de arte.

Por Marcelo Nieto

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